lunes, 1 de agosto de 2011

Capítulo IV. Parte segunda.

Capítulo IV. Parte segunda.
El doctor Robert Fielding, que así se llamaba la persona que esta vez había elegido, era un hombre trabajador, a quien nadie había pagado todo lo que tenía, que no era poco. Observé, por el anillo de boda que llevaba en el dedo corazón, que estaba casado.
Además, nos encontramos casualmente y, aunque diga casualmente yo hice que pasara, a la hora de comer. Me invitó, cómo no, a la mesa donde él se encontraba.
Para mi sorpresa me habló de su mujer. Llevaban un par de años casados y, según me dijo tenían un bebé de pocos meses, que había nacido en ese mismo hospital.
He de decir que me sorprendí, no esperaba que tuviera un hijo. Eso había escapado a mi imaginación, aunque bien es verdad que yo sólo la utilizaba para asesinar de diversas maneras.
Y, así, poco a poco, me fui haciendo amigo suyo. Incluso me invitó a su casa a cenar un día.
Su mujer era preciosa. Sus cabellos eran de un castaño oscuro intenso, incluso parecía tener destellos rojizos. Sus ojos, eran de un azul purpúreo que me llamó mucho la atención. Además su rostro era un ovalo perfecto, en el que sobresalían sus pómulos rojizos y sus carnosos labios.
Me sonrió y me dijo que su marido hablaba mucho de mí. Yo pensé que ese no era un buen tema de cama, pero en fin, para gustos colores. Al fin y al cabo, de esas cosas yo tampoco podía hablar mucho.
No recuerdo su nombre, solamente su rostro. La cena estaba deliciosa, fue interrumpida un par de veces por el bebé, que lloraba desconsolado. Su madre tenía que ir a darle el pecho pronto, por lo que pensé.
Yo no dejaba de observarles, a los dos. Tanto a mi víctima como a la que podía convertirse en una.
El bebé no me interesaba, yo no era esa clase de asesino cobarde. Matar es un arte cuando la otra víctima tiene suficiente conocimiento como para ser consciente de ella.
Y miré a Robert, que observaba de reojo como su mujer daba el pecho a su hijo. Advertí cierta ternura en esa mirada, acompañada quizá de cierta lujuria.
Aunque yo no soy un experto en esas cosas. Arqueó las cejas un segundo, tras darse cuenta de que sin querer había dejado de hablar. Y le miré a los ojos. Eran oscuros como la noche y centelleaban de emoción. Me sonrió y me dijo que ser padre era una experiencia hermosa.
Asentí y dije que, sin duda tenía que serlo, aunque ni por asomo yo estaba pensando en eso.
Cuando me fui de allí mi cuerpo vibraba en deseos de no hacerlo. En quedarme y hacer lo que realmente quería.
Y me planteé que esperar era lo mejor. Y así lo hice, me fui reprimiendo mis deseos más primarios, deseándoles buenas noches y toda esa clase de tonterías.
Me dije a mí mismo que, la próxima vez que fuera a esa casa haría lo que debía.
Pero no esperé a ser invitado, como se puede imaginar. No era tan estúpido como para dejar que alguien tuviese algún conocimiento de que la víspera de la muerte del matrimonio yo había sido su huésped.
Así que me acerqué al barrio en el que vivían. Iba arrebujado en un abrigo que después tiraría a la basura. Llevaba bien guardados mis cuchillos bajo éste.
Me detuve ante las elegantes vallas que rodeaban la casa. Negras como el azabache, de un precioso metal. Parecían lanzas dispuestas para que nadie pudiera pasar sobre ellas. Sonreí, alcé la mirada y observé la silueta de la mujer de Robert.
No quise arriesgarme a que sonara la alarma así que llamé al timbre tranquilamente. En seguida vi como la mujer se dirigía al telefonillo. Preguntó que quién era y, en seguida le dije que era Lawrence, el compañero de trabajo de su marido.
Me contestó que él no se encontraba en casa en esos momento y si quería dejar algún recado.
Le dije que unos cuantos y que si podía abrirme, que les llevaba un regalo. Suspiró levemente y me dejó entrar. Seguramente era de aquellas a las que no les gustaba mucho abrir la puerta a esas horas de la noche y menos si su marido no estaba en casa.
Esa precaución que hoy en día veríamos absurda, le hubiera servido de mucho en esta ocasión. Pero no fue así. Ella entreabrió con un pijama de corazones puesto.
Me sonrió, parecía algo cansada. Le pregunté si estaba bien y me dijo que tenía sueño.
Yo venía precisamente a hacerla dormir, aunque eso no se lo dije.
Quiso saber si me apetecía un té, yo le respondí que mejor café. Asintió y me hizo pasar con ella a la cocina.
Le pregunté que dónde estaba Robert, replicó que se había ido de fiesta, no sin cierto tono de rencor. Esa juerga, como observé, le hubiera costado al doctor una semana por lo menos de enfado.
Se sentó a mi lado, tras acabar de preparar el café, sosteniendo una taza de té entre sus bonitas manos. Y, asombrado de nuevo por su belleza, deseé verla morir.
Sonrió y me dijo que por qué la miraba de ese modo. Hice ver que desviaba la mirada y también sonreí. Le dije que costaba encontrar una mujer tan bella, añadiendo que Robert tenía mucha suerte de tenerla.
Se puso seria y dijo que al parecer él no siempre pensaba lo mismo.
Después me dijo que no le gustaba quedarse sola por las noches, que a pesar de ser un barrio tranquilo, hacía poco tiempo rondaba una banda de gamberros que entraban en las casas y atacaban a los habitantes de éstas.
Le propuse quedarme un rato más y no pareció molestarle. Nos pusimos a ver una película en el salón.
Y, allí era precisamente donde yo iba a poseerla. Al poco tiempo de empezar a ver la película deslicé uno de mis brazos sobre sus hombros, para mi sorpresa no se apartó. De hecho hizo todo lo contrario.
Mi otra mano iba directamente al cuchillo con el que pensaba matarla. Y, mientras hacía esto ella acercó su rostro al mío y me miró. Me sorprendió.
Supe en seguida qué quería. Pero no fui yo quien entró en ella, sino mi cuchillo, que atravesó su vientre al tiempo que yo la besaba, para evitar que el alarido sonara demasiado. Aún así era inevitable.
Intentó apartarse y gritar.
Yo sonreía, mi excitación me estaba trasportando ya a ese estado de locura que tanto me apasionaba.
Suplicó, lloró y gimió de dolor mientras volvía a atravesarla con el cuchillo.
Y, mientras tanto Johnny Depp en la piel del barbero loco de Fleet Street canturreaba a voz en grito mientras sujetaba sus cuchillas.
“This are my friends
see how they glisten.
See this one shine…
How he smiles in the light.
My friend.”
Y la mujer se retorcía entre mis brazos en un mar de lágrimas, presa de un terrible pánico.
Yo, de nuevo me sentía completo, viendo como la esencia de su vida se perdía, como todo se acababa para ella y, como aquellas sensaciones se abrían de nuevo para mí.
Me miró con sus hermosos ojos, que ya perdían toda vida y me sujetó la cara débilmente. Pregunto por qué, aunque yo a eso ya estaba acostumbrado.
Le dije que amaba lo bella que estaba, sobretodo ahora, que la vida la iba abandonando.
Nunca olvidaré cómo me miraba, cómo suplicaba y cómo yo gemía presa de una excitación que me hacía imposible contenerme.
Había esperado mucho ese momento y apenas era capaz de resistirme a lo que se me estaba ofreciendo. Y se me antojaba sentir su último aliento, sentir como poco a poco, la fuerza con la que a mí se aferraba se desvanecía, así como sus gemidos de dolor, cada vez más leves, mezclados con los suspiros que yo, presa de tal placer, profería sin cesar.
La sujeté de la cintura mientras clavaba más hondo el cuchillo y a ella se le entreabría la boca, de la cual empezó a resbalar un hilillo de sangre, que yo lamí víctima de la hermosura de la muerte.
Ahí llegaba ella otra vez, empapándome de su belleza y poder. Y la abracé con fuerza, de manera que el cuchillo la atravesó completamente y mi mano casi quedó dentro de su vientre.
Cuando la saqué uno de sus intestinos había salido conmigo y la mujer ya había perdido el conocimiento.
Sin soltar la víscera apoyé mi oído en uno de sus firmes pechos y escuché alcanzando el intenso y esperado clímax.
Ahí llegaban. Los latidos que hacían que la música cesase. Que la muerte la llevase. Que yo quedara consumido por tantas sensaciones.
Y ahí estaban, los últimos latidos. Yo los escuché gimoteando de puro gozo.
Y, en pocos segundos, todo cesó.

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