sábado, 23 de julio de 2011

Capítulo IV. Parte primera.

Capítulo IV. Parte primera.

Lo que me había pasado con aquella mujer me sumió en un profundo pesar. Me sentía mal conmigo mismo y estuve un tiempo sin matar. Lo que me acababa de pasar escapaba a mis planes y eso me ponía muy nervioso.
Aún así, proseguí mi vida. Aquella muerte supongo que fue investigada, pero yo no estuve en el caso. Seguramente tenía mucha gente en su entorno que podía ser sospechosa.
Eso me hizo pensar en el crimen que cometí en la universidad, la policía preguntó a muchos alumnos y se centraron mucho en la gente de su entorno. Pero yo no era una persona cercana a ella, así que esta vez estuve mucho más tranquilo que en el resto de casos.
Me planteé que quizá lo que yo necesitaba en ese momento de mi vida era centrarme más, con más calma y dedicarme realmente con pasión a lo que yo más amaba: la muerte.
La muerte en todos sus estados; la muerte en su principio, en la progresión que tenía, en el ocaso final de mis víctimas; todo me parecía maravilloso, casi místico. El dolor que la víctima sentía me provocaba una irremediable sed de sentir algo más. Y el corazón, el corazón de cada una de esas personas creaba la más bella melodía; desde el principio hasta el final, cuando todo se detenía lentamente. Hubiera querido poder retener ese sonido para siempre, pero siempre tenía que escucharlo una vez más.
Era tal mi obsesión por la muerte. Estimulaba todos mis sentidos. La sangre que olía; las súplicas que oía; las heridas abiertas que tocaba; el sabor de la misma muerte; el estado en que les veía. Aún hoy no encuentro palabras para describirlo.
Y cómo hubiera querido hablar con alguien que realmente me entendiera, lo que hubiera dado porque aquellas personas que, como yo, amaban a la muerte, no yacieran ya entre los recuerdos. Lo que hubiera dado porque no vagasen entre meras leyendas urbanas e historias de terror.
Yo, a la sombra de aquellos grandes maestros, quería crecer en ese pequeño mundo. Quería convertirme de verdad en un ídolo, quería ser el mejor asesino. El que mejor comprendiera lo que el crimen conllevaba, el que controlase a la muerte y la sintiese de todas las maneras posibles.
Pero, lejos de todo eso que rondaba por mi mente, seguí trabajando con normalidad. Mis ansias de matar crecían, pero ahora me regodeaba en esa sensación, en esa necesidad que me hacía anhelar poder matar. Disfrutaba observando como mi cuerpo me torturaba y casi me suplicaba que asesinara.
Pero no, no iba a cometer el mismo error otra vez.
Mi trabajo en la clínica, además seguía siendo excepcional. Por aquella época mi fama empezaba a aumentar y yo era consciente de ello.
Recuerdo sobretodo a una de mis pacientes, era muy joven para la patología que sufría. Yo sabía que le quedaban pocos meses de vida, la pobre solamente tenía 24 años, sin embargo parecía bastante feliz. Yo mismo había sido quién le había comunicado su desfavorable diagnóstico, simplemente sonrió y me contestó que en algún momento u otro todos morimos. Lo cierto es que tenía mucha razón, Molly Droweson estaba en lo cierto. A pesar de su enfermedad su rostro permaneció jovial todo el tiempo que estuvo ingresada, que fue todo el proceso que la llevó a la muerte. Era de piel morena y cabellos oscuros, recuerdo que tenía una sonrisa preciosa siempre presente, y un brillo excepcional en la mirada.
Solía ir a verla a menudo, aunque no era ese el trato que solía darle a mis pacientes. Simplemente admiraba el poco miedo que le tenía a la muerte, no es a lo que un médico está acostumbrado.
Y mientras ella convalecía entre aquellas cuatro paredes blancas yo le enseñaba muchas cosas acerca del corazón. Recuerdo que le escenifiqué el movimiento de éste de una manera muy simple, con los dos puños uno sobre otro. Le dije que mientras uno se cerraba el otro se abría, así sucesivamente, en un interminable ciclo de “sístole-diástole-sístole-diástole-sístole-diástole” tuvo que pararme, estuve un cuarto de hora abriendo y cerrando los puños con frenética intensidad. 
Intenté curar su problema, no por ella sino por orgullo. Yo, el Dr. Lambert, ¿cómo iba a dejar morir a una paciente? Y en los últimos momentos de su vida se me ocurrió una milagrosa cirugía, que nadie se atrevía a practicar.
Decían que la mataría y que no me lo perdonaría jamás. Pobres infelices, no sabían a lo que me dedicaba cuándo salía de allí, de ser así hubieran comprendido que esa frase no podía estar más fuera de lugar.
Sin embargo, algunos me ayudaron. Le salvé la vida a Molly, desgraciadamente meses después me enteré que había muerto por culpa de un accidente de tráfico.
Paradojas de la vida. En un momento u otro todos morimos.
Mi anhelo por matar se había acrecentado en esa época, quería encontrar ya a una víctima. Sabía que no podía hacerlo, que debía hacer las cosas con calma y esperar. Esperar, nada más que costaba que eso. Pero observar era también muy divertido. Solamente cuando tenía mucha necesidad mataba de manera salvaje, sintiéndome mal después por dejarme llevar.
Por vez primera, decidí elegir a un tipo de hombre distinto. Y además, cambié mis métodos. ¿Por qué no tener antes algún contacto con él? ¿Por qué podía ser sospechoso? Eso en el fondo me producía más placer y, además, valía la pena. O, al menos, eso esperaba en aquél momento.
Era un joven alto y robusto, rozaba los veintiocho años. Poco sabía en principio de su vida. Trabajaba de médico en la clínica desde hacía bien poco. Conseguí hablar con él, al principio por un tema absurdo; Creo que fue a raíz de las ancianas hipocondríacas, que parecían hacer vida social en el hospital. Determinamos que eran cosas de la edad y el aburrimiento, que hacía mucho.
Pareció divertirse mucho y, me dijo que no me había visto mucho por el hospital. Era mentira. Lo que pasaba es que yo no era muy amigable y, aunque la gente me viese no solía dirigirme mucho la palabra. Ellos tenían prisa, yo no tenía ganas de hablar. Cosas que pasan.

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