domingo, 11 de septiembre de 2011

Capítulo IV. Parte cuarta.

Capítulo IV. Parte cuarta,

Y a pesar de todo, estuvimos los dos de baja un tiempo, dado que debíamos asistir a los juicios. Yo tuve a una abogada, llamada Kaith Williams, la primera de su clase. Hablaba con una seguridad sorprendente, con una perspicacia y astucia geniales para su profesión.
No podía dejar de admirarla mientras caminaba delante del juez haciendo las preguntas pertinentes.
Por su parte, Robert, tenía un abogado recién salido de la facultad. De carácter tímido e introvertido. A pesar de haber salido de la carrera con unas excelentes notas, parecidas a las de mi bella letrada, su carácter le hacía menos bueno en su profesión.
Bien era verdad, que Kaith llevaba un par de años más que él en el oficio, pero ella tenía madera de defensora, cosa de la que él carecía.
Kaith Williams, era una mujer interesante desde cualquier punto de vista. Sabía poco de su vida, lo que por encima ella me había contado y lo que yo había deducido. Su índice de casos ganados era abrumador, sabía que era buena y se aprovechaba de eso.
Había librado de la cárcel a tipos que la merecían tanto o más que yo, además creo que tenía un don especial para saber si realmente la persona era culpable o no.
Y conmigo no fue una excepción, me lo dijo mientras estábamos en mi casa tomando una copa. El primer día, la invité para hablar del caso, ella no solía hacer esa clase de cosas pero se presentó. Me dijo que ella sabía perfectamente cuando su cliente era de verdad culpable, y que yo tenía toda la pinta. Me dijo que, sin embargo, su trabajo iba aparte de sus opiniones personales y que le daba absolutamente igual estar defendiendo a un maníaco asesino.
No entendí muy bien por qué me decía eso y le pregunté que cómo, creyendo eso se había atrevido a presentarse en mi casa.
Replicó astutamente que yo era tan inteligente como seductor, y que bien sabría que no iba a ser muy inteligente por mi parte matarla, dado que era ella quien iba a librarme de la prisión.
Asentí, sabiendo que la muchacha tenía toda la razón y admiré el valor que poseía para hacer bien su trabajo.
Era una mujer esbelta, de etnia negra, con el pelo siempre recogido en una coleta alta y unos ojos altivos y oscuros. Sus facciones eran hermosas, aunque algo toscas para mi gusto.
Sin embargo poseía un encanto natural que la hacía destacar entre las demás mujeres, por muy bellas que fueran. Quizá fuera su mirada desafiante o el desparpajo que la caracterizaba al hablar.
Aún siento cierta admiración por ella, como mi preciosa Helen, esta mujer era una triunfadora.
Esa fue una de las pocas conversaciones sinceras que tuvimos, el resto eran banales, meras apariencias. Tenía muy claras las distancias que había entre los dos. Ella era la profesional, yo su cliente, y mi libertad dependía totalmente de su profesionalidad. Sabía jugar muy bien sus cartas y no dudaba en manipular a quién fuese, del modo que fuese para lograr sus objetivos.  
Estuve casi un año de aquí para allá con los juicios, siempre acompañado de mi fiel Kaith. Durante este tiempo, Robert hizo algunas cosas que no harían más que empeorar su situación. Me esperaba en la puerta de casa para intentar atacarme, me buscaba, me perseguía, me llamaba constantemente al móvil, hasta que, decidí ponerle una denuncia. Kaith estuvo totalmente de acuerdo y me dijo, además, que esto ayudaría a que mi caso estuviera ganado.
Le costó una orden severa de alejamiento, que de ser incumplida podría hacerle pasar varios años en la cárcel.
Entiendo que él me odiase. Al fin y al cabo hubiera sido mejor morir que perderlo todo de aquél modo. Pero así es cómo pasaron las cosas. Qué más hubiera querido yo que poder asesinarle a él también.
Pero a veces las cosas salen de la manera más distinta posible a como uno quiere que salgan.
Finalmente hubo un juicio que marcó esta difícil etapa de mi vida. Le declararon culpable y le condenaron a la pena capital.
Se dijo que él había matado a su mujer y a su hijo. En el arma que fue encontrada sólo se encontraron sus huellas. Nunca se encontró el arma homicida que acabó con la vida de su esposa, pero al final se acabó deduciendo que fue la misma que había acabado con la del pequeño.
Se encontró ADN mío en su cuerpo, pero se atribuyó a la supuesta aventura que yo mantenía con ella, así como que hubiéramos pasado tiempo juntos antes del trágico suceso.
A todo esto se añadió que Robert había intentado matarme en diversas ocasiones. Se le declaró un bebedor compulsivo, incapaz de contenerse en estado de embriaguez, potencialmente peligroso si veía algo que no le gustaba, pero cuerdo completamente. No mostraba ningún síntoma de enajenación mental o locura transitoria.
Aún hoy le veo esposado, mirándome impotente, mientras le llevaban a un coche policial donde iba a ser llevado a esta misma prisión, en la que murió hace ya diez años.
Tras aquél suceso, decidí que lo mejor era actuar con más cuidado si no quería acabar como él.
Me despedí de Kaith con cierta cautela, me dijo que esperaba no volver a verme, aunque mi caso había sido grato para ello así como mi compañía. Realmente todo fueron cortesías, aunque creo que me había tomado cierto aprecio. Es absurdo, con su profesionalidad.
Decidí que de ahora en adelante mataría con más prudencia, de otro modo, vigilando mejor los momentos.
Era lo mejor. Al fin y al cabo, este caso en el que fui sospechoso fue muy sonado en todo el mundo y no me convenía volver a estar presente en otro juicio de tal envergadura.
No se tendría tanta piedad conmigo y sería enviado directamente a la muerte. Aún no quería estar entre los brazos de ésta.

viernes, 12 de agosto de 2011

Capítulo IV. Parte tercera.

Capítulo IV. Parte tercera.

Me encontraba con los ojos suavemente cerrados. Había perdido la fuerza, dado el éxtasis al que acababa de ser sometido. Me encontraba en la misma posición en la que la había visto morir.
Miré la película unos instantes. El musical proseguía, ajeno a todo lo que pasaba.
Dirigí entonces la mirada hacia la muchacha. Su belleza no había desaparecido a pesar de que ganaba mucho más con los intestinos en su sitio.
Su boca seguía entreabierta y sus ojos tenían la mirada perdida. Se los cerré y besé sus labios, empapados de sangre, para saborearla y mancharme el rostro.
Consulté la hora en mi reloj. Serían las dos de la madrugada y Robert todavía no había venido.
Y, mientras esperaba decidí sentarme en un sillón. Oí que el bebé había empezado a llorar arriba. Maldije en silencio y esperé a ver si se callaba. Pero no tuve esa suerte. La criatura cada vez berreaba más fuerte.
Creo que pregunté al aire, como si realmente pretendiera obtener respuesta, que qué quería. Obviamente la única respuesta que obtuve fue un aumento de la intensidad de los llantos del pequeño.
Subí las escaleras lentamente y caminé hacia el habitáculo de la que provenían los gritos.
Era la habitación de Robert y su mujer. Estaba perfectamente decorada. La cama era tremendamente grande, con patas finas y bordes dorados. Me llamó bastante la atención el estilo antiguo y exquisitamente cuidado.
La cuna era de madera oscura, a juego con el resto de la habitación y las pequeñas sábanas eran azuladas, con bordados blancos en los que se leía “Charles” supuse que era el nombre del niño y me encogí de hombros.
Le miré detenidamente. Era de piel blanca y, como todos los bebés, era pequeño aunque grande para su edad. Su cara estaba de un intenso color rojo, de tanto llorar.
Le dije que si seguía berreando se ahogaría. Pero no me entendía, como es lógico. Así que lo cogí por debajo de los hombros y le miré a los ojos, que eran idénticos a los de su madre, seriamente. Volví a recordar el éxtasis que había experimentado con ella y me temblaron las manos levemente.
El bebé rió a carcajada limpia. No entendí por qué. Decidí que lo mejor era dejarlo otra vez en la cuna, pero eso no era una buena idea porque volvía a llorar.
Y, cuando estaba debatiendo conmigo mismo qué era mejor, si dejarlo o no. Oí unos pasos pesados en el pasillo. Parecía que alguien se tambaleaba en él.
Miré hacia atrás al tiempo que aparecía Robert, borracho, con un cuchillo en la mano.
Me dijo que soltara a su hijo. No lo hice, le retuve entre mis brazos.
Se puso a decir cosas incoherentes y entonces, se abalanzó sobre mí con el arma blanca en alto, intenté apartarme pero el viejo cuchillo en un asombroso y rápido movimiento había atravesado el pequeño pecho de su propio hijo.
Por vez primera, me asusté un poco. Me insultó de nuevo y me dijo que le había asesinado. Suspiré y esquivé sin mucha dificultad los intentos de ataque del doctor borracho.
El pequeño yacía sin vida a mis pies, su padre con los ojos llenos de lágrimas intentó atacarme de nuevo, con mayor intensidad. Estaba furioso y no iba a dudar en matarme. Eso intentaba, al menos, a pesar de su estado.
Mientras lo hacía, le dije que debería dormir. Respondió que iba a llamar a la policía. Me reí mientras le replicaba que estando borracho no tenía muchas posibilidades de que le creyeran. Me maldijo e intentó acorralarme de nuevo, pero no hace falta ser muy hábil para huir de una persona ebria.
Le miré desde el marco de la puerta, tenía los ojos fuera de sus órbitas y el cuchillo manchado de la sangre del pequeño se balanceaba en su mano derecha, estaba intentando mantener el equilibro, pero parecía que no podía sostenerse en pie. Creí que, de un momento a otro iba a derrumbarse.
Dijo que me encontrarían y tomó un móvil entre sus manos. Sonreí ante la idea de que llamase a la policía, al fin y al cabo, el único que tenía un arma manchada de sangre era él, no yo.
Así pues decidí que lo mejor era irme ya y, así lo hice, me esfumé tal y como había venido. Salí corriendo, camino de mi casa. Debía arreglarlo todo si quería que saliese como yo quería.
Una vez allí realicé el ritual de siempre, limpiar mis afiladas armas, guardarlas en sus envases. Y, por vez primera, escondí la entrada al sótano.
Días antes había preparado un empapelado especial que cubría todo el salón y también la puerta, además sobre ésta había colocado una estantería.
Me di una ducha rápida y me dejé caer sobre las lisas sábanas de mi cama, perfectamente limpias y frescas.
En seguida me adormecí, mecido entre la música que más adoraba, aún sonaba en mi cabeza. Esos magníficos últimos latidos; era exquisito y embriagador.
No tardó en llegar la policía a interrogarme, aunque eso era de esperar, no esperaba librarme.
Me detuvieron y me llevaron a comisaría. He de reconocer que pensé que quizá me inculparan; que me condenaran a muerte o a cadena perpetua. Pero tuve suerte. Aunque el caso sería largo, yo me libraría.
Cuando llegué allí observé que también estaba Robert, más sereno, bebiendo café. Su estado era deplorable, tenía los ojos enrojecidos y la ropa hecha jirones. En cuanto me vio se puso a gritar como un loco, señalándome con el dedo índice.
Le miré y fingí estar asustado. Miré a los guardias y les dije que ese hombre había intentado matarme, tras matar a su mujer.
Expliqué que, su esposa y yo éramos amantes, cosa que desconocía Robert. Dije que aquella noche esperábamos que no volviera a casa, pero lo hizo demasiado pronto y nos encontró en plena faena.
Estaba borracho y no pudo contenerse. Arremetió contra su mujer. Yo intenté defenderla pero no había nada que hacer, así que subí las escaleras, quería salvar al pequeño Charles, al fin y al cabo podía ser más hijo mío que suyo, añadí.
Cuando llegué arriba, cogí al bebé, para evitar que él sufriera daños. Pero Robert venía detrás de mí y, sin que yo pudiera evitarlo arremetió contra los dos con el cuchillo. Dije que quizá su intención no era matar a su hijo, pero en su estado no distinguía bien y le mató. Yo no pude salvarle.
Expliqué además, que yo estaba demasiado asustado y que escapé, queriendo, por lo menos salvar mi propia vida.
Argumenté que quería llamar a la policía, pero que llegué en mal estado a casa y, que lo único que era capaz de hacer era dormir.
Ellos asintieron y dijeron que en estado de embriaguez se podían hacer muchas locuras, pero que yo era sospechoso, como él.
Eso no me importó tanto como cabría esperar. Sabía que le inculparían. Estaba demasiado borracho, su testimonio no sería verosímil.

lunes, 1 de agosto de 2011

Capítulo IV. Parte segunda.

Capítulo IV. Parte segunda.
El doctor Robert Fielding, que así se llamaba la persona que esta vez había elegido, era un hombre trabajador, a quien nadie había pagado todo lo que tenía, que no era poco. Observé, por el anillo de boda que llevaba en el dedo corazón, que estaba casado.
Además, nos encontramos casualmente y, aunque diga casualmente yo hice que pasara, a la hora de comer. Me invitó, cómo no, a la mesa donde él se encontraba.
Para mi sorpresa me habló de su mujer. Llevaban un par de años casados y, según me dijo tenían un bebé de pocos meses, que había nacido en ese mismo hospital.
He de decir que me sorprendí, no esperaba que tuviera un hijo. Eso había escapado a mi imaginación, aunque bien es verdad que yo sólo la utilizaba para asesinar de diversas maneras.
Y, así, poco a poco, me fui haciendo amigo suyo. Incluso me invitó a su casa a cenar un día.
Su mujer era preciosa. Sus cabellos eran de un castaño oscuro intenso, incluso parecía tener destellos rojizos. Sus ojos, eran de un azul purpúreo que me llamó mucho la atención. Además su rostro era un ovalo perfecto, en el que sobresalían sus pómulos rojizos y sus carnosos labios.
Me sonrió y me dijo que su marido hablaba mucho de mí. Yo pensé que ese no era un buen tema de cama, pero en fin, para gustos colores. Al fin y al cabo, de esas cosas yo tampoco podía hablar mucho.
No recuerdo su nombre, solamente su rostro. La cena estaba deliciosa, fue interrumpida un par de veces por el bebé, que lloraba desconsolado. Su madre tenía que ir a darle el pecho pronto, por lo que pensé.
Yo no dejaba de observarles, a los dos. Tanto a mi víctima como a la que podía convertirse en una.
El bebé no me interesaba, yo no era esa clase de asesino cobarde. Matar es un arte cuando la otra víctima tiene suficiente conocimiento como para ser consciente de ella.
Y miré a Robert, que observaba de reojo como su mujer daba el pecho a su hijo. Advertí cierta ternura en esa mirada, acompañada quizá de cierta lujuria.
Aunque yo no soy un experto en esas cosas. Arqueó las cejas un segundo, tras darse cuenta de que sin querer había dejado de hablar. Y le miré a los ojos. Eran oscuros como la noche y centelleaban de emoción. Me sonrió y me dijo que ser padre era una experiencia hermosa.
Asentí y dije que, sin duda tenía que serlo, aunque ni por asomo yo estaba pensando en eso.
Cuando me fui de allí mi cuerpo vibraba en deseos de no hacerlo. En quedarme y hacer lo que realmente quería.
Y me planteé que esperar era lo mejor. Y así lo hice, me fui reprimiendo mis deseos más primarios, deseándoles buenas noches y toda esa clase de tonterías.
Me dije a mí mismo que, la próxima vez que fuera a esa casa haría lo que debía.
Pero no esperé a ser invitado, como se puede imaginar. No era tan estúpido como para dejar que alguien tuviese algún conocimiento de que la víspera de la muerte del matrimonio yo había sido su huésped.
Así que me acerqué al barrio en el que vivían. Iba arrebujado en un abrigo que después tiraría a la basura. Llevaba bien guardados mis cuchillos bajo éste.
Me detuve ante las elegantes vallas que rodeaban la casa. Negras como el azabache, de un precioso metal. Parecían lanzas dispuestas para que nadie pudiera pasar sobre ellas. Sonreí, alcé la mirada y observé la silueta de la mujer de Robert.
No quise arriesgarme a que sonara la alarma así que llamé al timbre tranquilamente. En seguida vi como la mujer se dirigía al telefonillo. Preguntó que quién era y, en seguida le dije que era Lawrence, el compañero de trabajo de su marido.
Me contestó que él no se encontraba en casa en esos momento y si quería dejar algún recado.
Le dije que unos cuantos y que si podía abrirme, que les llevaba un regalo. Suspiró levemente y me dejó entrar. Seguramente era de aquellas a las que no les gustaba mucho abrir la puerta a esas horas de la noche y menos si su marido no estaba en casa.
Esa precaución que hoy en día veríamos absurda, le hubiera servido de mucho en esta ocasión. Pero no fue así. Ella entreabrió con un pijama de corazones puesto.
Me sonrió, parecía algo cansada. Le pregunté si estaba bien y me dijo que tenía sueño.
Yo venía precisamente a hacerla dormir, aunque eso no se lo dije.
Quiso saber si me apetecía un té, yo le respondí que mejor café. Asintió y me hizo pasar con ella a la cocina.
Le pregunté que dónde estaba Robert, replicó que se había ido de fiesta, no sin cierto tono de rencor. Esa juerga, como observé, le hubiera costado al doctor una semana por lo menos de enfado.
Se sentó a mi lado, tras acabar de preparar el café, sosteniendo una taza de té entre sus bonitas manos. Y, asombrado de nuevo por su belleza, deseé verla morir.
Sonrió y me dijo que por qué la miraba de ese modo. Hice ver que desviaba la mirada y también sonreí. Le dije que costaba encontrar una mujer tan bella, añadiendo que Robert tenía mucha suerte de tenerla.
Se puso seria y dijo que al parecer él no siempre pensaba lo mismo.
Después me dijo que no le gustaba quedarse sola por las noches, que a pesar de ser un barrio tranquilo, hacía poco tiempo rondaba una banda de gamberros que entraban en las casas y atacaban a los habitantes de éstas.
Le propuse quedarme un rato más y no pareció molestarle. Nos pusimos a ver una película en el salón.
Y, allí era precisamente donde yo iba a poseerla. Al poco tiempo de empezar a ver la película deslicé uno de mis brazos sobre sus hombros, para mi sorpresa no se apartó. De hecho hizo todo lo contrario.
Mi otra mano iba directamente al cuchillo con el que pensaba matarla. Y, mientras hacía esto ella acercó su rostro al mío y me miró. Me sorprendió.
Supe en seguida qué quería. Pero no fui yo quien entró en ella, sino mi cuchillo, que atravesó su vientre al tiempo que yo la besaba, para evitar que el alarido sonara demasiado. Aún así era inevitable.
Intentó apartarse y gritar.
Yo sonreía, mi excitación me estaba trasportando ya a ese estado de locura que tanto me apasionaba.
Suplicó, lloró y gimió de dolor mientras volvía a atravesarla con el cuchillo.
Y, mientras tanto Johnny Depp en la piel del barbero loco de Fleet Street canturreaba a voz en grito mientras sujetaba sus cuchillas.
“This are my friends
see how they glisten.
See this one shine…
How he smiles in the light.
My friend.”
Y la mujer se retorcía entre mis brazos en un mar de lágrimas, presa de un terrible pánico.
Yo, de nuevo me sentía completo, viendo como la esencia de su vida se perdía, como todo se acababa para ella y, como aquellas sensaciones se abrían de nuevo para mí.
Me miró con sus hermosos ojos, que ya perdían toda vida y me sujetó la cara débilmente. Pregunto por qué, aunque yo a eso ya estaba acostumbrado.
Le dije que amaba lo bella que estaba, sobretodo ahora, que la vida la iba abandonando.
Nunca olvidaré cómo me miraba, cómo suplicaba y cómo yo gemía presa de una excitación que me hacía imposible contenerme.
Había esperado mucho ese momento y apenas era capaz de resistirme a lo que se me estaba ofreciendo. Y se me antojaba sentir su último aliento, sentir como poco a poco, la fuerza con la que a mí se aferraba se desvanecía, así como sus gemidos de dolor, cada vez más leves, mezclados con los suspiros que yo, presa de tal placer, profería sin cesar.
La sujeté de la cintura mientras clavaba más hondo el cuchillo y a ella se le entreabría la boca, de la cual empezó a resbalar un hilillo de sangre, que yo lamí víctima de la hermosura de la muerte.
Ahí llegaba ella otra vez, empapándome de su belleza y poder. Y la abracé con fuerza, de manera que el cuchillo la atravesó completamente y mi mano casi quedó dentro de su vientre.
Cuando la saqué uno de sus intestinos había salido conmigo y la mujer ya había perdido el conocimiento.
Sin soltar la víscera apoyé mi oído en uno de sus firmes pechos y escuché alcanzando el intenso y esperado clímax.
Ahí llegaban. Los latidos que hacían que la música cesase. Que la muerte la llevase. Que yo quedara consumido por tantas sensaciones.
Y ahí estaban, los últimos latidos. Yo los escuché gimoteando de puro gozo.
Y, en pocos segundos, todo cesó.

sábado, 23 de julio de 2011

Capítulo IV. Parte primera.

Capítulo IV. Parte primera.

Lo que me había pasado con aquella mujer me sumió en un profundo pesar. Me sentía mal conmigo mismo y estuve un tiempo sin matar. Lo que me acababa de pasar escapaba a mis planes y eso me ponía muy nervioso.
Aún así, proseguí mi vida. Aquella muerte supongo que fue investigada, pero yo no estuve en el caso. Seguramente tenía mucha gente en su entorno que podía ser sospechosa.
Eso me hizo pensar en el crimen que cometí en la universidad, la policía preguntó a muchos alumnos y se centraron mucho en la gente de su entorno. Pero yo no era una persona cercana a ella, así que esta vez estuve mucho más tranquilo que en el resto de casos.
Me planteé que quizá lo que yo necesitaba en ese momento de mi vida era centrarme más, con más calma y dedicarme realmente con pasión a lo que yo más amaba: la muerte.
La muerte en todos sus estados; la muerte en su principio, en la progresión que tenía, en el ocaso final de mis víctimas; todo me parecía maravilloso, casi místico. El dolor que la víctima sentía me provocaba una irremediable sed de sentir algo más. Y el corazón, el corazón de cada una de esas personas creaba la más bella melodía; desde el principio hasta el final, cuando todo se detenía lentamente. Hubiera querido poder retener ese sonido para siempre, pero siempre tenía que escucharlo una vez más.
Era tal mi obsesión por la muerte. Estimulaba todos mis sentidos. La sangre que olía; las súplicas que oía; las heridas abiertas que tocaba; el sabor de la misma muerte; el estado en que les veía. Aún hoy no encuentro palabras para describirlo.
Y cómo hubiera querido hablar con alguien que realmente me entendiera, lo que hubiera dado porque aquellas personas que, como yo, amaban a la muerte, no yacieran ya entre los recuerdos. Lo que hubiera dado porque no vagasen entre meras leyendas urbanas e historias de terror.
Yo, a la sombra de aquellos grandes maestros, quería crecer en ese pequeño mundo. Quería convertirme de verdad en un ídolo, quería ser el mejor asesino. El que mejor comprendiera lo que el crimen conllevaba, el que controlase a la muerte y la sintiese de todas las maneras posibles.
Pero, lejos de todo eso que rondaba por mi mente, seguí trabajando con normalidad. Mis ansias de matar crecían, pero ahora me regodeaba en esa sensación, en esa necesidad que me hacía anhelar poder matar. Disfrutaba observando como mi cuerpo me torturaba y casi me suplicaba que asesinara.
Pero no, no iba a cometer el mismo error otra vez.
Mi trabajo en la clínica, además seguía siendo excepcional. Por aquella época mi fama empezaba a aumentar y yo era consciente de ello.
Recuerdo sobretodo a una de mis pacientes, era muy joven para la patología que sufría. Yo sabía que le quedaban pocos meses de vida, la pobre solamente tenía 24 años, sin embargo parecía bastante feliz. Yo mismo había sido quién le había comunicado su desfavorable diagnóstico, simplemente sonrió y me contestó que en algún momento u otro todos morimos. Lo cierto es que tenía mucha razón, Molly Droweson estaba en lo cierto. A pesar de su enfermedad su rostro permaneció jovial todo el tiempo que estuvo ingresada, que fue todo el proceso que la llevó a la muerte. Era de piel morena y cabellos oscuros, recuerdo que tenía una sonrisa preciosa siempre presente, y un brillo excepcional en la mirada.
Solía ir a verla a menudo, aunque no era ese el trato que solía darle a mis pacientes. Simplemente admiraba el poco miedo que le tenía a la muerte, no es a lo que un médico está acostumbrado.
Y mientras ella convalecía entre aquellas cuatro paredes blancas yo le enseñaba muchas cosas acerca del corazón. Recuerdo que le escenifiqué el movimiento de éste de una manera muy simple, con los dos puños uno sobre otro. Le dije que mientras uno se cerraba el otro se abría, así sucesivamente, en un interminable ciclo de “sístole-diástole-sístole-diástole-sístole-diástole” tuvo que pararme, estuve un cuarto de hora abriendo y cerrando los puños con frenética intensidad. 
Intenté curar su problema, no por ella sino por orgullo. Yo, el Dr. Lambert, ¿cómo iba a dejar morir a una paciente? Y en los últimos momentos de su vida se me ocurrió una milagrosa cirugía, que nadie se atrevía a practicar.
Decían que la mataría y que no me lo perdonaría jamás. Pobres infelices, no sabían a lo que me dedicaba cuándo salía de allí, de ser así hubieran comprendido que esa frase no podía estar más fuera de lugar.
Sin embargo, algunos me ayudaron. Le salvé la vida a Molly, desgraciadamente meses después me enteré que había muerto por culpa de un accidente de tráfico.
Paradojas de la vida. En un momento u otro todos morimos.
Mi anhelo por matar se había acrecentado en esa época, quería encontrar ya a una víctima. Sabía que no podía hacerlo, que debía hacer las cosas con calma y esperar. Esperar, nada más que costaba que eso. Pero observar era también muy divertido. Solamente cuando tenía mucha necesidad mataba de manera salvaje, sintiéndome mal después por dejarme llevar.
Por vez primera, decidí elegir a un tipo de hombre distinto. Y además, cambié mis métodos. ¿Por qué no tener antes algún contacto con él? ¿Por qué podía ser sospechoso? Eso en el fondo me producía más placer y, además, valía la pena. O, al menos, eso esperaba en aquél momento.
Era un joven alto y robusto, rozaba los veintiocho años. Poco sabía en principio de su vida. Trabajaba de médico en la clínica desde hacía bien poco. Conseguí hablar con él, al principio por un tema absurdo; Creo que fue a raíz de las ancianas hipocondríacas, que parecían hacer vida social en el hospital. Determinamos que eran cosas de la edad y el aburrimiento, que hacía mucho.
Pareció divertirse mucho y, me dijo que no me había visto mucho por el hospital. Era mentira. Lo que pasaba es que yo no era muy amigable y, aunque la gente me viese no solía dirigirme mucho la palabra. Ellos tenían prisa, yo no tenía ganas de hablar. Cosas que pasan.