miércoles, 29 de junio de 2011

Capítulo II. Parte primera.

Veamos cuán escalofriante es la historia de Lawrence...
Capítulo II. Parte Primera.
Me llamo Lawrence Lambert y nací en París, Francia en el hospital Saint Vincent de Paul, un nevado 24 de Marzo de 1973. Poco recuerdo de París, de hecho yo era todavía muy pequeño cuando nos mudamos aquí, a Texas. Ya se sabe, yo viví allí cuando tenía una edad en la que prácticamente todas las personas tienen recuerdos borrosos, si es que tienen. Pero sé que era precioso, habría sido un lugar estupendo para vivir. Sin embargo, es lo que tiene el trabajo, era el de mi padre. A mi madre le parecía bien la mudanza, ¿qué puede cambiar mi opinión ahora?
Cuando llegamos a Prosper yo contaba con escasos tres años. No recuerdo muchas cosas, pero sí la primera imagen de mi casa. Para ser franco, no tenía nada que envidiarle a mi antiguo hogar de París, o al menos eso pude admirar más adelante, en viejos álbumes familiares. Aún así las vistas, y lamento reconocerlo, eran deplorables en comparación a las de mi ciudad natal.
Es lógico, todos sabemos que si por algo destaca París es por gozar de una impresionante belleza.
Dos años más tarde de llegar allí, nació mi hermano Patrick. Fue una sorpresa para todos, incluidos mis padres. Sin embargo no fue una de  esas desagradables, el pequeño supuso una gran alegría en mi familia. Era estadounidense, es fácil imaginar la ilusión que eso provocaba en mis franceses padres. Un hijo estadounidense y otro francés.
Patrick era de cabello oscuro y ojos marrones, no nos parecíamos en nada y eso marcaba más las diferencias que de por sí teníamos, lo más similar que teníamos era la piel, de un blanco inmaculado y aún dentro de este parecido yo era más pálido, mi piel de hecho prácticamente roza la transparencia.
En un principio y como es habitual en los hermanos mayores yo le detestaba, más que a nada. Creía que era superior a mí, hay que decir que ese sentimiento se acrecentaba con la atención que le dedicaban al pequeño, que además no gozaba de muy buena salud.
Afortunadamente con el tiempo, aprendí a llevarlo bien y solía ayudarlo. Yo era más inteligente, no es por alardear, pero es así. Siempre andaba detrás de él vigilando sus movimientos, era un bicho inquieto que no dejaba de fracturarse huesos, hacerse horribles heridas y, en general, provocar desastres.
Y puedo asegurar que entonces nos vino muy bien tener dinero, si hubiéramos sido de clase más bien baja mi hermano no hubiera sobrevivido a muchos de sus accidentes.
En el colegio yo destacaba por mis altas calificaciones, mi hermano sin embargo era un imposible según los profesores. Más adelante les comunicaron a mis padres que el pequeño padecía un grave trastorno de atención, no es de extrañar, era hiperactivo.
La verdad, creo que lo que sentí durante mi infancia por mi familia fue bonito en su cierto modo, supongo que es lo que la gente llama amor, afecto o cariño, yo sólo lo tacho de simple dependencia. Y es que, ¿cómo no vas a querer a la mano que te da de comer?
Pero vamos a dejar eso a un lado, ya que puede generar muchas disputas.
Lo cierto es que, desde ese punto de vista tuve una infancia bastante buena, aunque bien hay que decir que siempre mostré unas aficiones bastante extrañas. Adoraba guardar insectos y animales pequeños y torturarlos un poco. Nada grave. O al menos no lo era por aquél entonces, estaban todos absortos con el pequeño Patrick como para atender lo que yo les hacía a esos bichos. Además, nadie se hubiera alarmado, eran solamente insectos. ¿Quién no le ha arrancado las alas a una mosca y después la ha observado retorcerse? Es uno de los pocos placeres de la vida del infante.
El ser humano es cruel, pertenece a nuestra naturaleza, no hay modo de evitarlo.
Yo entonces no sabía que aquella fascinación por la muerte crecería y crecería hasta convertirme en lo que hoy en día soy, simplemente disfrutaba de esa sensación de poder.
 Las navidades en las que yo contaba con nueve años le hicieron un regalo a mi hermano, por recomendación del psicólogo que le trataba. Decían que las mascotas eran beneficiosas para niños como él, que quizá le ayudara. Le regalaron un perro, un precioso labrador blanco, de ojos pardos.  
El pequeño Patrick se volvió loco cuando vio al cachorrillo, ambos correteaban por la alfombra del salón mientras yo, en el sillón, admiraba las páginas de mi nuevo libro.
He de decir que siempre fui un gran amante de los libros y eran uno de mis regalos favoritos. No recuerdo el título, creo que yo también le prestaba más atención al animal, pero de un modo muy distinto al que lo hacían mis padres y mi hermano.
Yo veía en el animal otro experimento de los míos, una de esas criaturas inferiores. Quizá en ese momento no lo viera de una manera tan clara, pero ahora sé que así era, mi mente empezaba entonces a mostrar ciertos rasgos que se agudizarían a medida que pasaran los años.
Cuando tienes a un asesino durmiendo tranquilamente en tu cabeza… no lo sabes hasta que no despierta.
 Y, en junio, cuando tenía diez años cometí mi primer crimen, contra el perro de mi hermanito. Él estaba en la bañera, a mi madre le costaba muchísimo que accediera a bañarse y yo me había quedado en las escaleras del patio, sentado con mi inseparable libro. El perro correteaba delante de mí, ya había alcanzado un tamaño considerable, pero seguía siendo igual de revoltoso. Yo maté al perro, no lo pude evitar, fue algo que surgió de mi interior, cuando me miró con aquellos brillantes ojos parduzcos, mientras babeaba sobre mis pies. Y esa oleada de asco que sentí en un principio se transformó de manera casi increíble, en una creciente ira que no logré controlar. Le asfixié, recuerdo que el animal gemía mientras yo apretaba más y más mis pequeños dedos sobre su cuello, obstruyendo cualquier vía de entrada de oxígeno. Y murió entre mis brazos, bajo mi atenta mirada, estaba hipnotizado y ya entonces descubrí que aquello era mágico, aunque aún no alcanzaba a entender lo que la muerte en sí sería algún día para mí.

lunes, 27 de junio de 2011

Capítulo I

Las puertas se abren lentamente dando paso a un hombre armado con varios tipos de armas, de aspecto fuerte al que sigue un hombre alto y delgado de pelo canoso y brillantes ojos verdes. Va con una cruz muy grande en el pecho y una Biblia bajo el brazo. Su atuendo es clásico para su profesión. Se mantiene sereno mientras oye sus propios pasos sobre el suelo de baldosa oscura, al tiempo que evita mirar a los presos que hay al otro lado de los barrotes.
Muy bien sabe que en esos momentos de sus vidas ninguno quiere hablar, solamente ir ya a parar al lugar en el que van a ser sacrificados como ganado. Dios perdona, dice la Biblia, pero cómo si hay Dios permite que haya gente así, se pregunta una y otra vez el padre Robin sin dejar de caminar.
Finalmente el guarda se detiene ante unos barrotes, en cuyo interior parece haber otra celda, de hierros más reforzados que los primeros.
-¿Es él? –Pregunta el sacerdote en voz baja.
-Sí, señor. –Contesta el guarda de manera diligente.
El padre Robin le observa durante unos instantes que se le hacen eternos. No es como le imaginaba después de todo lo que ha oído hablar de él. Sus cabellos son de un rubio inmaculado y su piel es tan pálida que incluso parece transparente. Está sentado en la cama, apoyando sus codos sobre sus rodillas, de manera que su rostro está cubierto por sus manos y sus cabellos. Parece completamente relajado y no hay indicios de nerviosismo, miedo, ira o cualquiera de esos sentimientos a los que el párroco está acostumbrado en ese lugar.
Espera a que el guardia abra la puerta de la pequeña antesala, casi con impaciencia aunque no sin cierto temor. Cuando por fin las puertas se abren ante él, el padre Robin entra con calma y nada más hacerlo se santigua varias veces. Vuelve a fijar su mirada en el preso, al tiempo que el guarda cierra la puerta de la antesala y se hace un lado a esperar, atento por si tuviera que actuar.
El sacerdote se asusta cuando el asesino alza la mirada y le observa. Sus ojos son de un azul muy pálido, tanto que incluso parecen blancos. Su mandíbula es firme y cuadrada y sus labios finos, enmarcando una pequeña y fruncida boca. Su nariz, perfectamente recta y lisa se dibuja elegante entre sus pómulos altos, muy marcados y bien dibujados.
El padre se serena rápido e intenta aproximarse a la zona en la que el hombre se encuentra, pero éste alza una mano tras volver a bajar la mirada.
-No necesito sus oraciones ni confesiones. Ni el perdón de Dios, ni esa clase de chorradas que ustedes, los de su calaña pretenden vender a la gente. Yo no creo. Ni en Dios, ni en Alá, ni en Buda ni ningún ser superior. –Dice el preso con un marcado pero leve acento francés.
-Eso al final de nuestras vidas cobra más sentido… Deberías pensar en ello ahora que pronto vas a ser juzgado. –Dice el padre Robin cuidadosamente.
-¿Sabe usted a quién le importa eso al final de su vida? Solamente a los cobardes que se aferran a un perdón que no existe, a una salvación. Como lo llamen ustedes, que son los que viven de ello.
-¿No crees que tal vez…?
-Lo más relevante en este momento de mi vida es, paradójicamente, la muerte. Fíjese usted el tiempo que llevo conviviendo con ella, como si fuera mi más fiel amante y quizá, como hubiera hecho ella de haber existido, va a destruirme.
-Y… ¿Cómo te sientes al respecto?
-Perfectamente. ¿No se dejan pisotear ustedes por ese Dios al que tanto aman? –Dice sonriendo. El clérigo permanece serio, sigue mirando al recluso con sus ojos verdes.
-He venido a pedirte confesión.
-¿Confesión?
-Sí, vengo a escuchar tus pecados y a…
-¿Absolverme de mis pecados?
-Exactamente, pero si no es usted creyente quizá lo mejor es que me vaya.
-¡No! No hombre no, ¿ha venido hasta aquí sólo para eso?
-¿Quiere confesar? ¿Por qué?
-¿Por qué no? A ustedes, los curas, les gusta escuchar estas cosas, ¿no? Además yo no tengo nada mejor que hacer.
El párroco retrocede un poco y se sienta en un taburete desgastado.
-Así que quieres confesar. –Dice lentamente.
-Le advierto que tras oír mi historia quizá no pueda volver a conciliar el sueño y ni tan siquiera la oración le aleje de los oscuros pensamientos que pronto no le dejaran vivir en paz. ¿Está dispuesto?
Tras santiguarse un par de veces más, el padre Robin traga saliva y asiente mientras toma un rosario entre sus dedos.
El presidiario sonríe divertido al ver los gestos de su oyente y se dispone a confesar.

Prólogo

Hola, me llamo Lawrence Lambert, tengo 36 años y estoy en el corredor de la muerte. ¿Quiere ser uno de los últimos en escuchar mi historia? Probablemente una vez lo haga, ella aparecerá en sus más oscuras pesadillas y, poco a poco, le irá consumiendo; mas no tema, acabará deseándola. Deseándola más que a nada, más que a nadie; por encima de todo. Incluso por encima de su propia vida.
Buena suerte.