domingo, 10 de julio de 2011

Capítulo II. Parte Sexta.

Capítulo II. Parte Sexta.

Pocas semanas después en las que yo ya me había deshecho del cuerpo y limpiado los restos de la obscena situación, empezó a investigarse el crimen.
Esta vez fui sospechoso, al igual que otros muchos de la clínica, por eso no me preocupé.
Nadie fue detenido y la investigación se alargó mucho.
Yo pasaba muy desapercibido para todos. Era una persona poco sociable, no me gustaba relacionarme y disfrutaba de la soledad. Pasaba las horas muertas perdido entre páginas de periódico, cuál ratón de biblioteca pasa las suyas perdido entre estanterías.
Adoraba buscar recortes y mis ansias crecían a medida que conseguía más. Ver películas de terror, de las cuales ni tan siquiera alguna alcanzaba la verdadera pasión del crimen, me gustaba bastante. Me acercaba un mínimo a la sensación del asesinato. Me sentía como un adolescente viendo películas porno, que quizá le hicieran sentir más cerca del acto sexual.
Lo cierto es que la situación gozaba de cierto parecido, sólo que yo no era adolescente y la excitación de matar no era física tan sólo, como ocurría en la sexual, sino que era algo mucho más profundo.
Me gustaba mucho Freddy Kruger, a pesar de que sólo era un cuento para no dormir. Sin duda Saw y toda su saga me encantaba, era lo más real que encontraba el terror. Hannibal me apasionaba. Y así podía pasarme mucho tiempo. Nombrando todas aquellas que yo veía completamente solo en mi salón, acompañado del repiqueteo de mi corazón, acelerado de emoción y placer.
Y así proseguía mi vida, sin mucho más interés que ése. Quizá yo no fuera lo que el mundo esperase, pero era todo lo que yo necesitaba.
No tenía ninguna meta, simplemente vivía y sentía lo que la vida me daba a probar. ¿Por qué iba a decir que no a algo tan maravilloso? Para los religiosos y, tal vez para el resto de la gente, eso era una barbaridad pero si Dios creó la muerte fue por algo. Si según ellos hay cielo e infierno, ¿para qué estaría este último de no haber gente como yo?
No sé, quizá todo esto parezca una locura en vista de quién no lo ha experimentado, pero para mí el asesinato no era sólo eso. No era lo que veía la gente. Era algo bello y mágico, era la plenitud de mi ser. Cada vez que mi cuchillo penetraba en las carnes de esos infelices me sentía completo. Cada vez que veía como la muerte les llevaba la sensación era muy fuerte, indescriptible, sensacional. Todo en mí se aceleraba y yo era un peón de la misma muerte, que me hacía víctima del deseo de poseerla.
Ella misma me iba atrapando cada vez más y mis ansias de matar eran insaciables. Apenas podía resistirme, era una necesidad, algo que me impedía discernir todo lo demás. Anhelaba asesinar de nuevo. Volver a desgarrar cuerpos, bañarme en sangre cálida, vivir aquellos últimos latidos. Todo aquello fluía en mi mente, aumentando mis deseos.
Mataba prácticamente sin recato alguno, ya sin miramientos, lo que era afición se convirtió en pasión, lo que era deseo en necesidad. Hasta que, poco a poco, aquello me fue consumiendo.
Asesinaba. Llevaba a mis víctimas al sótano y acababa con sus vidas. Actuaba con mucho cuidado, no quería verme sospechosos, no en aquél entonces.
Como yo mismo podía observar, todas mis víctimas eran hombres, pero pronto habría mujeres, cuya muerte se convertiría en algo más intenso para mí. En algo que merecía la pena ser narrado.
La primera mujer que maté la conocí de manera más lenta, aguardé el momento preciso, me apetecía hacer las cosas bien, como si fuera la primera vez. En cierto modo lo era, ella sería la primera mujer, pero no la única.
Así pues, la observé durante bastante tiempo, regodeándome con lo poco que le quedaba de aquella vida. Trabajaba de stripper por la noche y durante el día estudiaba. Supongo que así se pagaba la carrera. Nunca nuestro trabajo puede estar a la altura de nuestras expectativas, pensé, aunque quizá a ella le gustara lo que hacía.
Era una chica interesante, estudiaba psicología, quizá eso me producía una mayor morbosidad.
Cuando entré en ese club de mal agüero en el que ella trabajaba la vi, rodeada como sus compañeras, de cuarentones salidos que estiraban sus dedos regordetes para tocarlas aunque fuera un poco.
Sentí un ápice de pena por esas mujeres y, después me aproximé donde estaba mi preciosa víctima.
Me quedé embelesado viendo como bailaba y la poca ropa que llevaba iba desprendiéndose sensualmente de su cuerpo. Sus cabellos rizados ondeaban suavemente acompasando sus contoneos y sus caderas poseían un movimiento que se advertía hipnótico.
Me miró y sonrió provocativamente, mostrando unos dientes pequeños y blancos. Me enseñó su sujetador haciendo ademán de quitárselo  y yo seguí mirándola con intensidad. Se dio la vuelta y se agarró a la barra, dándome la espalda y mostrándome unas nalgas redondas y firmes.
Pero no era eso lo que me hacía mirarla así, si no mi perversa mente que la tenía maniatada y sangrando. La veía llorar, gritar y morir, aferrándose aún a la vida.
La sensación me pareció que me acercaba a la que esos cuarentones sentían.
Esa idea me asqueó profundamente y decidí largarme de allí, esperar un día más a cometer lo que sería el gran acto de la vida de aquella joven.
Noches más tarde la esperé y, en contra de lo que yo hubiera hecho normalmente, la seduje.
Ella me seguía el juego, como una adolescente bobalicona. Llevaba alguna copa de más, evidentemente puesto que su aliento apestaba a licor.
Me besó mientras su mano buscaba mis pantalones casi con desesperación. La detuve, asombrado y le dije que fuéramos a algún lugar más tranquilo.
Me miró con aquellos ojos brillantes y me dijo que creía haberme visto antes. Asentí e hice que me acompañara.
Llevaba un vestido negro, corto, con la espalda completamente al descubierto, además de un escote impresionante.
La llevé en coche a mi casa, durante el viaje demostró que tenía ganas de algo que yo no iba a darle, aunque, claro está, eso ella no lo sabía.
Se iba quitando el vestido lentamente y deslizaba su mano izquierda en la parte interna de mi muslo derecho, deseosa de encontrar lo que se escondía en mis pantalones.
No me inmuté hasta que llegamos a mi casa y la conduje al sótano. A esas alturas a la muy guarra sólo le quedaba un tanga sobre su esbelto cuerpo.
Al ver la decoración del sótano me preguntó si era de esos, sadomasoquistas. Creo que le contesté que yo era muchas cosas y que no iba a olvidar aquella noche.
La até en una cama que tenía allí y la amordacé. Ahora estaba todo listo.
Me levanté y me puse de espaldas a ella, dispuesto a coger los dos cuchillos gemelos, que tanto me caracterizaban.
Creo que negó con la cabeza e intentó decirme que a ella no le iba ese rollo. La ignoré y me tumbé a su lado, dejando caer mi rostro en uno de sus minúsculos pechos.
Apoyé la punta de uno de mis cuchillos justo en el final del esternón y sonreí al sentir su pulso acelerarse y su rostro contraerse en una expresión de miedo.
Dejé entonces que mi cuchillo resbalara hasta su ombligo, produciéndole un limpio corte que fui abriendo lentamente. La joven suplicó en un mar de sangre hasta que se desmayó del dolor. Me decepcionó mucho lo poco que aguantó, pues pensaba que lo llevaría un poco mejor. Corte sobre todo su cuerpo y me coloqué sobre éste, para que la sangre me bañara mejor.
Despertó unos segundos, en los que estaba entre la vida y la muerte, para llamarme psicópata y yo le clavé ambos cuchillos en la parte baja del vientre y esperé apoyado sobre su pecho.
Fue una muerte tranquila, al menos para mí, no tardó en llegar y, una vez más, me invadió la sensación de placer extremo. Tengo que decir, aún así, que fue menos intenso que en anteriores ocasiones, aunque no tuvo desperdicio.
Pronto me di cuenta de que la sensación había sido más leve ya que había esperado demasiado aquél momento y, de este modo, la había matado demasiado rápido. Me figuré que aquella sensación debía de ser parecida a la que sentían esos hombres que, al sentir el más mínimo roce con la piel desnuda de una mujer alcanzaban un efímero clímax.
Sentí una profunda vergüenza y casi asco de mí mismo y mientras me daba un baño me prometí que nunca más me volvería a pasar.

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