miércoles, 6 de julio de 2011

Capítulo II. Parte Quinta.

Capítulo II. Parte Quinta.


Me enriquecí bastante tras esa búsqueda y decidí que era la hora de buscar otra persona a la que asesinar, lo cierto es que ya llevaba mucho tiempo reprimiéndome. Dudaba que eso fuera bueno para mí.
Esta vez fue un chico al que conocía de vista. Llevaba observándole algunos días. Trabajaba en la clínica como secretario. Era amable, de sonrisa fácil, estaba contento, le gustaba su trabajo. Llevaba siempre consigo la foto de una chica muy guaba, supongo que era su novia o su prometida. Algo así oí un día. Al parecer quería pedirle que se casara con él. Por desgracia creo que la pobre se debió de quedar con las ganas.
Y, cuanto más le observaba más me obsesionaba la idea de verle morir. Cada vez que pasaba a mi lado no podía evitar mirarle constantemente observando como mis cuchillos atravesaban su piel, en una fantasía que me consumía por completo.
Solamente le veía en la hora de consultas, pero me bastó para conocerle suficiente como para quererle añadir a mi corta lista de víctimas. Quería saborear la muerte de nuevo y era el candidato perfecto.
Esta vez, decidí hacer las cosas bien. No quería que el ataque fuera tan impulsivo como la última vez, quería vivir el momento así que el día adecuado le esperé fuera de la clínica. Le saludé amablemente, él apenas me conocía y me devolvió el saludo de manera automática. Frustrado por su actitud me acerqué a él y le cerré el paso, no quería que se fuera sin más. Me sonrió irritado. Dijo que tenía prisa, que le esperaban. Le contesté que iban a tener que esperar más de la cuenta, mientras le sujetaba un brazo con una fuerza que creía ausente en mi cuerpo.
Tuve que pararme a dormirle, porque me figuré que no quedaba mucho para que empezara a gritar y resistirse al creerse en un peligro, que no era nada comparado al que iba a correr en pocas horas. Le sedé hábilmente con una inyección tranquilizante y,  una vez dormido le amordacé y metí en mi coche, dispuesto a irme a mi casa con mi suculenta y fresca diversión.
Recientemente había hecho ciertas reformas en mi casa y tenía mi sótano muy bien ambientado para hacer lo que más me gustaba, llevaba meses arreglándolo y ese muchacho iba a estrenarlo. Ya no podía resistir más y empezaba a sentir la adrenalina.
En cuando llegué le senté en una silla y le até a ésta. Me senté enfrente de él en mi mullido sillón, mientras esperaba a que despertase.
Era delgado y su rostro llamaba mucho la atención, era elegante en todas sus facciones. Tenía la barbilla afilada, extraña para ser la de un hombre. Los pómulos estaban firmemente marcados y enmarcaban unos ojos grandes y ligeramente rasgados. Su nariz se apreciaba fina y con la misma belleza que el resto de su cara.
Sus manos eran también largas y bonitas, sólo le faltaban una buena manicura para convertirse en unas preciosas manos de mujer. Había oído que a esas manos se les solía llamar manos de artista. Todo en el él era bonito, cosa que siempre me había llamado la atención.
La elegancia es un bien escaso entre la humanidad y más de esa manera tan innata como ese chico la tenía. Es una lástima que un humano tan perfecto muriera tan joven, pensará mucha gente, pero yo disfrutaba muchísimo cuanto más bello era lo que la muerte se llevaba consigo.
Cuando despertó, intentó gritar, pero pronto descubrió la mordaza. Reí, qué placer, verle ahí atado, sin ninguna escapatoria.
Saqué mis hermosos cuchillos de sus respectivos botes y empecé a afilarlos con calma, mientras él se movía agitado en la silla.
Intenté mantener una conversación con él, para romper el hielo y esas cosas, pero no había manera, en vez de contestar de manera amable, tal y como yo le decía, se movía más y más e intentaba gritar. Y eso que le repetí muchísimas veces que nadie podía oírle, pero parecía que él tampoco podía oírme a mí.
Cuando empecé a cortarle levemente sobre su brazo derecho empezó a gritar de manera más audible, aunque eso no me preocupaba, esa habitación estaba completamente insonorizada.
Y ahí estaba yo, víctima de un deseo y una excitación crecientes.
Seguí cortándole, ansioso por pasar a cosas mayores, aquello sólo eran preliminares, yo quería acción de verdad y dudaba que pudiera esperar mucho más. Quería pasar ya al acto que me llevara al éxtasis, que tanto deseaba alcanzar.
Por otro lado, sabía que acelerarlo lo haría todo también más efímero. Por eso me obligué a disfrutar más del momento. Le desabroché la camisa lentamente y dejé que mis cuchillos resbalaran de sus clavículas hasta su ilíaco, pasando por sus rosados pezones, en uno de los cuales llevaba un piercing, que no tardó en caer ensangrentado al suelo.
El muchacho lloró a modo de suplica y deseé con más intensidad su último aliento, los últimos latidos. Anhelé con fuerza observar una vez más el juego de la muerte.
Por fin, mientras él suplicaba yo hundí uno de mis cuchillos en su abdomen, mientras que, con el otro atravesaba los aductores el muslo derecho.
La sangre empezó a manar de su cuerpo y a caer sobre el suelo manchando mis zapatos. Sentí mi respiración agitarse y suspiré al tiempo que él gritaba.
Ya sin poder evitarlo, atravesé sus abdominales de arriba abajo, sintiendo como el músculo se desgarraba rápidamente.
Prácticamente yo gemía de placer y poco me faltaba para llegar al deseado clímax.
Finalmente, clavé mi arma en su arteria ilíaca, a la altura de su ingle izquierda.
Le tomé entonces el pulso en la muñeca y esperé a que se desangrara rápidamente, mientras hundía despacio, mi otro cuchillo muy cerca de sus genitales.
La sangre salía a borbotones de la arteria, al ritmo de los latidos de su corazón, cada vez menos intensos.
Estaba demasiado excitado como para prestar mucha atención a lo que me rodeaba, demasiado atento a ese momento que tanto esperaba.
Le quité la mordaza, deseando ver su rostro perfectamente en el momento en que todo acabase.
Preguntó “¿Por qué?” varias veces, mientras la muerte le sobrevenía. Al fin, ésta hizo acto de presencia y pude volver a sentir esos últimos latidos, ver su rostro, cómo su cuerpo era consumido.
Cuando todo acabó me despojé de mi ropa ensangrentada y, desnudo me dejé caer en aquél charco de sangre. Aún estaba caliente.
La muerte me producía un éxtasis que nadie salvo yo alcanzaba a entender y, sentir su sangre cálida mojando mi cuerpo era mucho más de lo que mi cuerpo podía soportar. Gemía como lo hacía el resto de gente mientras mantenía relaciones sexuales. Para mí la sensación del sexo era una ínfima parte de lo que sentía matando.
Le descuarticé aún desnudo y lo guardé en diversas bolsas. Las dejé escondidas, hasta tener la oportunidad de irlas tirando. Tras aquello subí al piso superior. Disfruté de un baño de agua caliente, que despegara la sangre de mi piel.

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