martes, 5 de julio de 2011

Capítulo II. Parte Cuarta.

Capítulo II. Parte Cuarta.

Su desaparición fue muy sonada en la universidad. Casi tanto como su asesinato, descubierto algo más tarde.
Nadie dejaba de decirme que lo sentía por mí y toda esa clase de tonterías. Y, es que, de hecho, solíamos pasar bastante tiempo juntos. No es que fuéramos amigos íntimos, pero era grato mantener conversaciones con él. Era inteligente y realmente adoraba lo que estaba estudiando casi tanto como yo. Lo sentía como algo apasionante y cada vez que hablaba de ello sus ojos adquirían un brillo especial que aún recuerdo nítidamente. Para él el cuerpo humano era una máquina perfecta y maravillosa, pero a su vez tremendamente frágil; solía decir que era paradójico que en un artilugio tan perfecto como el cuerpo humano un mínimo error pudiera destrozarlo todo. Era por eso que quería estudiar genética más a fondo, para averiguar qué clase de fallos ocurrían para ciertas enfermedades. Creo que hubiera sido un gran médico de haber acabado la carrera con vida.   
El tercer año tuve que trabajar más, puesto que por un momento creí que el dinero no me alcanzaría para todo lo que quería hacer, lo cuál tuvo cierta repercusión en mis notas. Nada grave, siempre fui un chico de excelentes calificaciones, era hábil en el estudio y no me costaba manejarme entre tanta terminología científica.
La biblioteca de la universidad se convirtió en mi segundo hogar y el café en mi amante fiel. Con él pasaba largas noches, mientras mis ojos agotados surcaban páginas y páginas de libros de texto.
Por suerte para mí, me saqué todas las asignaturas perfectamente. Me especialicé en el sistema cardiovascular.
El corazón siempre me ha llamado mucho la atención, así como todo su sistema, también la sangre y sus componentes. Destacaba entre toda mi clase, todos esos futuros cardiólogos estaban muy verdes en comparación a mí y no es sólo mi opinión, sino la de muchos de los profesores que me dieron clase.
El corazón y la melodía de su sístole y su diástole me volvía loco, así como todas las vías por las que movía la sangre, y el modo en que ésta nos aportaba todo lo necesario para vivir.
Finalmente y sin ningún evento más, acabé la carrera a los 25 años. Pensé en buscar un trabajo, puesto que lo necesitaba si quería seguir pagando el alquiler.
No tardé mucho en encontrarlo, aunque mi currículum era brillante así que nadie debería sorprenderse mucho de ello.
Ahora trabajaba a jornada completa pero de manera tranquila, en una clínica privada. Dedicaba la mitad de mis horas a hacer consultas rutinarias y el resto por completo a mi especialidad, al principio no era muy conocido.
Más adelante e incluso hoy en día soy muy reconocido como cardiólogo, la gente importante con problemas del corazón era enviada para que yo, el Dr. Lambert, la examinara.  
En cuanto al tiempo que no pasaba trabajando, lo dedicaba a juntar recortes de gente que, como yo, disfrutaba del arte del asesinato, empezó siendo un pequeño cuadernillo con recortes de mala calidad,  hasta que llegué a hacer un pequeño libro con todos esos genios del crimen.
Gary, el payaso asesino, ese era uno de ellos, durante un tiempo atrajo mi atención. Mató a 33 jóvenes tras someterles a dolorosas torturas sexuales. Pero a mí no me atraía ese tipo de asesinato, de hecho yo jamás lo hubiera practicado así. Yo necesitaba más estilo. Apreciaba la elegancia y belleza, tanto la de la muerte como la de de mis víctimas.
Erzsébet Báthory, una de las mujeres más sangrientas de la historia, sí era realmente apasionante. Se la conocía como la condesa sangrienta, y es que dada su obsesión por mantenerse bella llegó a asesinar a una cantidad impresionante de mujeres, tras torturarlas y desangrarlas, de este modo, bebiéndose su sangre creía que su belleza se mantendría. Era una mujer brillante, una de las asesinas de la historia que más víctimas ha dejado a las espaldas, aunque fuera por simple vanidad.
El que verdaderamente me gustó, sobretodo en su manera de morir, fue el famoso Fish, el abuelo. Era un torturador que matando y comiéndose a sus víctimas alcanzaba el éxtasis sexual. Esto me recordó mucho a mí, a pesar de que yo nunca he sentido ganas de devorar a la gente a la que mato. Además, le excitaba el dolor de sobremanera y la idea de tener que morir en la silla eléctrica le produjo una gran ilusión. De hecho dijo que quería, que era el único estremecimiento que le quedaba por probar.  Una vida plena, sin duda.
Algún día yo esperaba ser el ídolo de otro que, al igual que yo, sienta este terrible placer al observar como la muerte consume a su presa.
Quizá nadie entienda por qué yo buscaba esos recortes, que buscase gente así en la historia y, es precisamente porque pasé varios años obsesionado con la idea de que yo no podía ser el único privilegiado.
Obviamente era consciente de que había asesinos, pero yo quería a los de verdad, a los que como a mí, les gustaba matar por puro placer.

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