viernes, 1 de julio de 2011

Capítulo II. Parte segunda.

Capítulo II. Parte Segunda.

A pesar de ese incidente mi vida siguió de un modo normal. Acusaron a mi hermano de aquella muerte, pues fue él quien encontró el cadáver en su habitación, aunque fui yo quien le llevó allí. Pensaron que mi hermano estaba desarrollando algún tipo de trastorno y decidieron hacerle más visitas. Yo, obviamente, jamás reconocí lo ocurrido. Mi hermano no me lo hubiera perdonado jamás, aunque tengo la constancia de que él sabía la verdad. Pasó varios días encerrado en su habitación lloriqueando la muerte del animal, negando su culpabilidad.
Mis padres le creían, pero ¿cómo iban a imaginar que había sido yo? Mi actitud iba mucho más allá que la del hijo ideal, creo que incluso les daba miedo. 

Cuando empecé el instituto mi hermano había adoptado una actitud algo distinta, se seguía mostrando más activo que sus compañeros, pero aún así estaba claro que su problema se había moderado considerablemente.
A mis doce años yo ya era mucho más alto y ancho de hombros que mis compañeros. Solían creer que había repetido algún curso, he de decir que no era un chico que tuviera muchos amigos. Me interesaba el estudio y tenía claro que quería seguir aprendiendo. No negaré, sin embargo, que me metí en ciertos líos, pero sin demasiada gravedad.
Lo típico, faltas de clase, alguna que otra expulsión… Pero por cosas banales, cosas típicas de la edad, que yo no achacaría como hacen muchos ahora a que sea un asesino.
Aún así, cuando yo tenía 16 años algo diferente ocurrió, algo que cambiaría por completo mi vida. Mis recuerdos de ese día son bastante nítidos, lo cual no es del todo agradable. Alguien entró en casa y robó y destrozó todo lo que encontró a su paso, no sé ni por qué ni cómo, sólo sé que últimamente mi padre tenía algunos problemas. Yo desperté sobresaltado por ciertos ruidos que estaba escuchando. Oía gritos atroces, el salpicar de la sangre y a mi madre llorar. Cerré los ojos y esperé. Cuando me levanté de mi cama ya sabía lo que iba a encontrarme, mis pies descalzos se toparon con un suelo frío, demasiado frío para la estación en la que estábamos. Cuando atravesé la puerta de mi habitación, lo primero que vi fue a mi hermano de pie, en medio del pasillo, sobre un pequeño charco de sangre, que cada vez se extendía más, manchando la moqueta.
Cuando se dio media vuelta quedé estupefacto, no tenía ojos. Era una visión horripilante, pero aún así no me inmuté. No parecía estar muy consciente, seguramente le quedaban minutos de vida, y de su vientre brotaba mucha sangre.
El pobre infeliz sólo tenía 14 años y era muy pequeño para su edad. Cuando pasé a su lado se aferró a mi brazo y yo, en mi estado, nada más pude que zafarme de él y dejarle ahí tirado. Lo mejor hubiera sido cortarle la garganta, para aliviar su dolor, mas no hice nada de eso. Yo quería ver con mis propios ojos cuál masacre había terminado con mis padres.
No es que en ese momento me gustara todo ése espectáculo y no se debe pensar en ningún momento que yo deseara ese fin para mi familia.
Cuando llegué al dormitorio principal vi las sábanas blancas empapadas de sangre, mi madre reposaba tumbada sobre la cama, naturalmente sin globos oculares. Pero en ella había algo más, su vientre estaba rajado desde el pecho hasta el pubis y de él brotaban sangre y vísceras, perfectamente visibles dado el corte limpio que la había matado. Lo único intacto era su pecho, firme pero teñido de rojo.
En cuanto a mi padre estaba arrodillado a los pies de la cama sin ojos, como adorando el cadáver de su esposa, le habían roto los dedos de las manos y éstas parecían completamente amorfas y, al igual que en el caso de mi madre le habían abierto limpiamente un corte en el vientre.
No recuerdo muy bien qué pasó tras eso, quizá vomité sobre la alfombra del pasillo mientras caminaba sin fuerzas por él, dispuesto a bajar a la cocina. Yo sabía que quién hubiera hecho eso seguía por allí, algo dentro me lo decía. Quizá si lo encontrara me matara como a ellos.
Pero por algo estaba yo vivo. No iba a permitir que hicieran lo mismo. Así que bajé las escaleras lentamente y caminé hasta la cocina, donde me hice con un par de cuchillos.
Sabía que el asesino seguía en la casa y lo cierto es que no tardé mucho en toparme con él, supongo que también me estaba buscando.
Iba armado con un machete largo pero fui más rápido y, antes de que tuviera tiempo de defenderse, me dispuse a clavarle una de mis armas a la altura del estómago. Sé que, por su parte, me hizo un corte en el brazo antes e que su arma cayera al suelo con un ruido sordo. Le había sorprendido, seguramente no esperaba que  fuera a atacarle, me imaginaría más asustado, más impactado. Cualquiera lo hubiera estado si hubiera visto lo mismo que yo.
Sentí como su carne cedía y crujía al paso del filo de mi cuchillo y noté una oleada de placer, odio y miedo. Sonreí extasiado, lo recuerdo perfectamente. Mientras la sangre salía a borbotones de su cuerpo y manchaba el mío, medio desnudo, así como mi rostro.
Le clavé el arma repetidas veces, víctima de esa adrenalina, cada vez con más intensidad hasta llegar a un clímax en el que clavé mi cuchillo lo más hondo que pude y le desgarré todo el vientre. Le tomé el pulso y observé con placer como éste se detenía. Pronto aprendería a vivir ese momento con más intensidad. Me relamí mientras miraba a mi alrededor. Estaba rodeado de sangre y vísceras, mirase donde mirase era espectacular la cantidad de color rojo.
Y le deposité en el sofá, cuidadosamente, me senté allí, a su lado, junto al mar de sangre. La herida de mi brazo era poco profunda y apenas me dolía. El resto de mi cuerpo también estaba cubierto por ese líquido carmesí, sin embargo no todo eso era mío.
Observé a aquél asesino unos instantes. Tenía la boca entreabierta y de ella resbalaba un hilillo rojo, que se perdía mezclado con su saliva sobre su camisa.
Tenía los cabellos castaños y el rostro redondo. Sus ojos no parecían los de un criminal, eran de un intenso color azul celeste, tremendamente redondos.
Era de nariz chata, visto desde mi perspectiva su rostro recordaba al de un joven cerdo, era también sonrosado, incluso. Su parecido era excepcional.
Durante unos instantes me reí a carcajadas con esa única idea en la mente.
No dejé de mirarle en lo que siguió de noche, quería seguir contemplando cómo había quedado. Pocas horas antes del amanecer le arranqué los ojos, de un modo mucho menos exacto a como él se lo había hecho a mi familia; de hecho su rostro quedó completamente irreconocible. Tiré los globos oculares al otro extremo de la habitación, enfrente de la puerta y salí al umbral de mi casa.

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