lunes, 27 de junio de 2011

Capítulo I

Las puertas se abren lentamente dando paso a un hombre armado con varios tipos de armas, de aspecto fuerte al que sigue un hombre alto y delgado de pelo canoso y brillantes ojos verdes. Va con una cruz muy grande en el pecho y una Biblia bajo el brazo. Su atuendo es clásico para su profesión. Se mantiene sereno mientras oye sus propios pasos sobre el suelo de baldosa oscura, al tiempo que evita mirar a los presos que hay al otro lado de los barrotes.
Muy bien sabe que en esos momentos de sus vidas ninguno quiere hablar, solamente ir ya a parar al lugar en el que van a ser sacrificados como ganado. Dios perdona, dice la Biblia, pero cómo si hay Dios permite que haya gente así, se pregunta una y otra vez el padre Robin sin dejar de caminar.
Finalmente el guarda se detiene ante unos barrotes, en cuyo interior parece haber otra celda, de hierros más reforzados que los primeros.
-¿Es él? –Pregunta el sacerdote en voz baja.
-Sí, señor. –Contesta el guarda de manera diligente.
El padre Robin le observa durante unos instantes que se le hacen eternos. No es como le imaginaba después de todo lo que ha oído hablar de él. Sus cabellos son de un rubio inmaculado y su piel es tan pálida que incluso parece transparente. Está sentado en la cama, apoyando sus codos sobre sus rodillas, de manera que su rostro está cubierto por sus manos y sus cabellos. Parece completamente relajado y no hay indicios de nerviosismo, miedo, ira o cualquiera de esos sentimientos a los que el párroco está acostumbrado en ese lugar.
Espera a que el guardia abra la puerta de la pequeña antesala, casi con impaciencia aunque no sin cierto temor. Cuando por fin las puertas se abren ante él, el padre Robin entra con calma y nada más hacerlo se santigua varias veces. Vuelve a fijar su mirada en el preso, al tiempo que el guarda cierra la puerta de la antesala y se hace un lado a esperar, atento por si tuviera que actuar.
El sacerdote se asusta cuando el asesino alza la mirada y le observa. Sus ojos son de un azul muy pálido, tanto que incluso parecen blancos. Su mandíbula es firme y cuadrada y sus labios finos, enmarcando una pequeña y fruncida boca. Su nariz, perfectamente recta y lisa se dibuja elegante entre sus pómulos altos, muy marcados y bien dibujados.
El padre se serena rápido e intenta aproximarse a la zona en la que el hombre se encuentra, pero éste alza una mano tras volver a bajar la mirada.
-No necesito sus oraciones ni confesiones. Ni el perdón de Dios, ni esa clase de chorradas que ustedes, los de su calaña pretenden vender a la gente. Yo no creo. Ni en Dios, ni en Alá, ni en Buda ni ningún ser superior. –Dice el preso con un marcado pero leve acento francés.
-Eso al final de nuestras vidas cobra más sentido… Deberías pensar en ello ahora que pronto vas a ser juzgado. –Dice el padre Robin cuidadosamente.
-¿Sabe usted a quién le importa eso al final de su vida? Solamente a los cobardes que se aferran a un perdón que no existe, a una salvación. Como lo llamen ustedes, que son los que viven de ello.
-¿No crees que tal vez…?
-Lo más relevante en este momento de mi vida es, paradójicamente, la muerte. Fíjese usted el tiempo que llevo conviviendo con ella, como si fuera mi más fiel amante y quizá, como hubiera hecho ella de haber existido, va a destruirme.
-Y… ¿Cómo te sientes al respecto?
-Perfectamente. ¿No se dejan pisotear ustedes por ese Dios al que tanto aman? –Dice sonriendo. El clérigo permanece serio, sigue mirando al recluso con sus ojos verdes.
-He venido a pedirte confesión.
-¿Confesión?
-Sí, vengo a escuchar tus pecados y a…
-¿Absolverme de mis pecados?
-Exactamente, pero si no es usted creyente quizá lo mejor es que me vaya.
-¡No! No hombre no, ¿ha venido hasta aquí sólo para eso?
-¿Quiere confesar? ¿Por qué?
-¿Por qué no? A ustedes, los curas, les gusta escuchar estas cosas, ¿no? Además yo no tengo nada mejor que hacer.
El párroco retrocede un poco y se sienta en un taburete desgastado.
-Así que quieres confesar. –Dice lentamente.
-Le advierto que tras oír mi historia quizá no pueda volver a conciliar el sueño y ni tan siquiera la oración le aleje de los oscuros pensamientos que pronto no le dejaran vivir en paz. ¿Está dispuesto?
Tras santiguarse un par de veces más, el padre Robin traga saliva y asiente mientras toma un rosario entre sus dedos.
El presidiario sonríe divertido al ver los gestos de su oyente y se dispone a confesar.

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